Anselmo Aragón
es el primogénito de la 18º generación familiar encargados de la luna. Heredó
el oficio de su padre, quien lo heredó de su abuelo y así. Quién le dio ese encargo
al primer Aragón es algo que no se sabe a ciencia cierta, pero esta labor se ha
venido cumpliendo meticulosamente.
Los Aragón
viven en una choza, en una aldea perdida dentro de la selva ecuatoriana, ya
que, sobre la línea del Ecuador, se ubica el único lugar donde por una hora
exacta la luna no se ve en ninguno de los dos hemisferios. No más que eso, solo
una hora tiene Anselmo para hacer su trabajo; la llama “la hora de la misión”.
Cada día, al
comienzo de la hora de la misión, Anselmo y su hijo mayor, quien heredará la
responsabilidad de cumplir la faena, se apartan a un claro de la selva contigua
a la aldea, y comienzan el trabajo. Los pasos se cumplen en riguroso orden:
primero trepan al Gran Baobab, el árbol mas alto del claro. Una vez allí
Anselmo tira de la cuerda que sostiene la luna. Bajarla le lleva aproximadamente
10 minutos. Cuando ésta queda mas o menos a unos cien metros de la copa del
árbol, Anselmo y su hijo suben rápidamente con sus escobas hechas de paja, dos
cuencos de agua atados a la espalda y dos más con una selección de luciérnagas
que crían en la aldea. Allí se dan a la
tarea de embellecer la luna, fregando con esmero aquí y allá. La tierra, restos
de asteroides y polvo cósmico que juntan se tiran en pozos que desde aquí vemos
como cráteres. Cuando todo está limpio, y promediando los cuarenta y cinco minutos
de trabajo, corren por la superficie esparciendo las luciérnagas a su paso. Al
terminar quedan unos segundos contemplando el brillo renovado de la luna y
bajan alegremente por la cuerda hasta el baobab, donde la desatan, y continúan
el descenso por la corteza hacia la aldea.
Este momento
es el que más disfruta Anselmo: en un ritual que considera necesario, toma la
mano de su hijo, miran hacia arriba y disfrutan del fulgor de la luna, que para
este momento empezará a aparecer brillosa a la vista de la mitad del planeta. Debajo
de esta luz, mirándolo a los ojos, le dirá a su hijo que atesore ese momento, y
que alguna vez, dentro de unos años, él será quien lleve a su propio hijo a
trepar al viejo baobab.
Y así regresan
ellos, los Aragón, a seleccionar las luciérnagas que llevarán mañana, antes de
dormirse tranquilamente mientras la luna vigila sus sueños por la ventana de la
choza.
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