Una tarde de domingo “casi” como cualquier otra. Mi madre está preocupada por su pequeño compañero. El gato gris se ha convertido en su involuntario camarada de las noches de insomnio, y ahora está enfermo. Me pide que lo
revise, está debajo de su cama, echado, mojado y despidiendo un hedor insoportable. Cobardemente le pido disculpas, pero no puedo hacerlo: no soporto la expresión del animal cuando me acerco y llora. Tejemos mil teorías sobre el origen de la enfermedad, pero el gato sigue acorralado, sufriente y - según la apreciación de mi madre - con la cabeza hinchada. Debe ser un caso fulminante si según sus propias palabras “hasta ayer estaba bien, hasta durmió a los pies de la cama”.
Al cabo de un par de horas, cuando mi hermano Javier se levanta, mamá le comenta la noticia y le reitera el pedido que yo por aprensión o no sé que cosa, no pude cumplir. Claro, él es distinto. A los veinte años tiene la fuerza de un potrillo y ese sentido de la justicia que quizá vamos perdiendo de a poco. Toma las riendas del caso, mete al pobre animal en una caja y lo lleva apresuradamente al veterinario, no sin antes hacer los cargos pertinentes en cuanto al abandono del animal, la desidia por no haberlo atendido antes, y algunos otros pecados capitales que de a uno van cayendo sobre la conciencia de mi madre (y de rebote sobre la mía, porque después de haberme negado me he convertido en cómplice de todo eso). Lo veo irse y me siento orgulloso. Ahí va él, dueño absoluto de la situación y a punto de remediar la infamia de ver apagarse una vida sin haber hecho demasiado. Dentro de la casa todo son miradas llenas de vergüenza e intentos de justificarlo todo. Ahí afuera la cosa es distinta.
El veterinario dice que el intento por recuperar la salud del gato puede llevar hasta un mes de sufrimientos del pobre bicho, y que la otra alternativa es sacrificarlo. No quisiera estar en los zapatos de Javier ahora. El debe decidir la acción a seguir y resuelve inmolarlo. Dudo que haya sido una decisión simple, pero seguramente fue la mejor. A su regreso, se da al duro oficio de enterrador de gatos, en un pedazo de parque entre la vereda y la calle . Mentiría si no dijera que me daba hasta una sana envidia verlo terminar su obra pala en mano y con barro hasta las rodillas. Hasta las más terribles cosas hay que empezarlas ...y terminarlas, y él lo estaba haciendo. Una vez consumada la inhumación, cada uno siguió en lo suyo y el tema del gato fue desvaneciéndose al mismo tiempo que mis heroicas ambiciones, probado era que -en una situación que requería valor- no había respondido de la mejor manera. Regreso a mi casa.
El día sigue. La vida sigue. Después de todo no soy rescatista, mi trabajo son las computadoras y no los animales. El día tuvo un protagonista...y ya sabemos quien es. Y el caso del “gato gris” hubiese quedado cerrado sino fuera por un detalle. A la noche recibo un llamado de mi madre que me dice:
- A que no sabes quien está acá ?
- No mamá, no lo sé..
- El gato !
- No, mamá,... el gato está muerto y enterrado. Yo lo ví.
- Nooo, hace un rato apareció detrás de mí pidiéndome comida. Está fantástico!
- Tiene tierra en las uñas ? (pero....qué estoy pensando?)
- Noo, está limpito.
- Mamá, estas sola ? Querés que vuelva ?
Y ahí es cuando me cuenta que el gato que enterró Javier no era el gato de la familia, sino otro. Que dedujimos, se sintió enfermo y entró por la ventana. Que el “real” se fue en ese momento por sentirse invadido o quizá por el olor y por eso nunca hubo simultáneamente dos gatos. Que el finado no tenía la “cabeza hinchada” sino que simplemente era otro gato. Que pagaron por sacrificar a un gato de vaya a saber quien. Que por lo menos tuvo una sepultura digna.
Que en paz descanse.