Era hermano de mi abuela paterna, soltero y pescador de toda la vida. Su rostro curtido por setenta y pico de años mostraba las huellas de los excesos de trabajo y también de los otros. Muy flaco, el pelo negro engominado, los ojos hundidos y los bigotes enormes. Vestía siempre, a toda hora y en cualquier estación, un pijama blanco y gris a rayas similar a un traje de preso.
Lo veía todos los días a las cinco de la tarde –la hora de la merienda- en la cabecera de la mesa del comedor con una servilleta celeste a cuadrillé, sobre ella la taza al tono y una lata de galletas siempre iguales. No llegué a distinguir durante esos años de mi niñez si las galletas eran siempre las mismas que sacaba y devolvía una y otra vez a la lata o si mi abuela había acopiado cientos de bolsas para él.
Me asustaba verlo andar como una silueta de fantasma por la casa. Parecía dejar el cuerpo vagando de un lado a otro mientras su mente seguramente revivía mejores tiempos. Quizá recordaba esas aventuras marineras que solía contar en reuniones familiares, pero lo que es seguro es que no estaba del todo de "este lado". Otra cosa que recuerdo es cuando sacaba su dentadura postiza y la volvía a poner en su lugar en una rápida y repulsiva maniobra. Así el tío Alberto fue mi primer contacto con la vejez y hasta mi primer contacto con la muerte.
Por causa de las enfermedades que se le iban acumulando con el tiempo un día falleció, ahí mismo, en la casa. Tenía yo tenía siete años en ese momento y quedé realmente impresionado. Por mucho tiempo no pude acercarme solo al comedor donde solía verlo y por las noches él estaba en mis pesadillas, mirándome con esos ojos tan lejanos mientras se acercaba haciendo el famoso movimiento de los postizos. Obviamente la vida sigue para todos y en algunos meses el recuerdo del tío era cada vez más difuso, salvo en las noches en que venía a aparecerse en mi mente infantil. Pero para un niño los muertos son capaces de cruzar barreras que los adultos creen infranqueables.
Una tarde de otoño que no podré olvidar nunca, entré corriendo al comedor de la casa de mi abuela y ahí mismo conocí a La Muerte en persona. Estaba sentada en la cabecera de la mesa, pijama a rayas grises y blancas, servilleta celeste, taza al tono...y las galletas de siempre. Ahí estaba La Muerte, o el muerto, que para el caso lo mismo da. Quise correr y no pude, quise gritar y tampoco pude. Solo atiné a caminar para atrás. La Muerte con el pelo engominado y grandes bigotes me miraba, y hasta creo que sonreía sádicamente. Alargó una mano huesuda hacia mí pero pude escapar. Salí de la casa y por suerte encontré a mi abuela que no podía contener mi llanto y la explicación entrecortada de lo que había visto ahí adentro, en su propia casa. Tardé un poco en explicarle pero lo logré. Ella me acariciaba la cabeza con las manos y sonreía. Me dejó terminar, me dio un beso y me contó que la Muerte en realidad se llamaba Fernando. Que era otro hermano suyo a quien yo no había visto nunca. Que estaba un poquito enfermo y que viviría con ella de ahora en más. Que el tío Alberto estaba bien en el cielo y que no había de qué asustarme. Que este nuevo tío Fernando estaba vivito y coleando y que nos íbamos a llevar muy bien. Después de eso pude volver a la casa, entré y me presenté al tío y nos reímos todos por mi confusión.
Así compartí unos años más con Fernando, nos hemos divertido muchas veces y nunca se escuchó otro comentario sobre el asombroso parecido. Sin embargo podría jurar –y esto jamás lo he dicho a nadie- que más de una vez creí ver mientras paseaba como en trance por la casa, en sus ojos profundos, la lejanía del mar.
Y hasta donde sé, el tío Fernando jamás fue pescador.