03 septiembre, 2007

LIHUEL CALEL - aporte de arakybe@gmail.com -

- Lihuel Calel es una localidad de la provincia de La Pampa, que queda a unos... no sé, queda lejos de la Capital. Iremos en auto, y llegaremos bien. Vamos a visitar a todos nuestros parientes lejanos. Pasaremos primero por la casa de tía Goly – le dijo el padre a Carlitos.
Carlitos tenía en aquel verano tan sólo ocho años, pero en su cabeza había guardada una imagen de Lihuel Calel que no se le había borrado de la mente a pesar de haber conocido ese lugar dos años antes. Era más que una imagen, tenía los olores de esa casa grande, con techos altos, muebles grandes llenos de adornos, un gran patio con un inmenso lago en el fondo. Pero lo que más recordaba era a la tía Goly. Una señora alta, muy alta, y flaca, muy flaca. Pálida y de mirada triste. Recordaba que, cuando se sentaban a la mesa, ella siempre le decía cosas que él no entendía, por eso lo único que hacía era mirarla, y terminar rápido la comida para salir de ese lugar. Le causaba impresión. Era el único lugar donde Carlitos comía toda la comida. Pero por su mente también cruzaban otras personas que ahora no podía recordar quiénes eran, y no quería preguntarle a sus padres porque estaban muy ocupados cargando en el baúl del Falcon los sillones y las sombrillas para tomar sol a orillas del río, y no les gustaba que los interrumpiera cuando estaban tan ocupados y atrasados, como ellos decían, aunque él nunca entendió el porqué del atraso si estaban de vacaciones.
A las 6 de la mañana, dormidos y malhumorados partieron. Carlitos iba sentado en el asiento del medio, a un costado su hermano Fede. Al otro lado, Ignacio. Ellos no querían ir a Lihuel Calel y menos pasar por la casa de tía Goly, pero sus padres habían optado por ese destino para las vacaciones, con el afán de que recordaran sus raíces, sus familiares lejanos, que tenían como tal a todo aquel que viviera a más de 30 kilómetros de la Capital Federal donde vivían. Ante la imposición de los padres, ninguno podía rebelarse, porque eso les costaría los permisos de todo el año para salir a fiestas, para comprarse zapatillas caras o para traer amigos a la casa y escuchar música hasta muy tarde. Se durmieron intensamente todo el viaje.
Desde la ruta, se veía la casa. Era tal cual la recordaba Carlitos. Alta, con el techo y las paredes grises. A los costados, dos árboles gigantes, y un estanque de agua que siempre estaba seco.
El padre frenó el auto, tocó bocina. Nadie salió a recibirlos. Ignacio y Fede bajaron del auto cansados, después de 10 horas de viaje, que podrían haber sido menos si el padre, que siempre se perdía, hubiera llevado el mapa de rutas y los ojos bien abiertos.
Estaban sobre la ruta nacional 152. Era la ruta que conducía hacia el Parque Nacional del mismo nombre que la localidad de destino de la familia. Pero la casa, según la reconocía la madre, no estaba igual.
Tía Goly era hermana de la abuela paterna de Carlitos. En algún tiempo, durante la crisis económica del país, había quedado al cargo del papá de la familia que ahora se disponía a conocer y visitar sus raíces en busca de quizás algún secreto familiar aun no revelado, o mejor aun de una herencia no reconocida. Por eso a él le gustaba la idea de pasar y recordar un poco de su infancia.
Bajaron todos del auto y entraron a la casa. Un gato que bajaba la escalera, muy gordo por cierto, los recibió con una maullido. Lo miraron fijo, y con los ojos en unos segundos recorrieron el salón. Un comedor amplio, con vajilla sobre la mesa, como si hubieran llegado justo para la cena. Afuera oscureció y comenzó a soplar más viento, que movía las cortinas y hacía que sonaran las campanas de la pared de afuera.
Como si no los reconociera, una mujer muy vieja, de aspecto abandonado, con una gran olla y un cucharón dentro de ella salió de la cocina hacia el comedor. Ignorándolos por completo sirvió un poco de guisado en cada plato, dio la bendición y comenzó a comer.
Los cinco miembros de la familia ignoraron también su actitud como si hubieran esperado tal recibimiento. Ella comenzó a llorar, se sirvió agua, y secó sus lagrimas con el mismo repasador sobre el que traía la olla.
Fede e Ignacio no aguantaron más. Ignacio se sentó en la derecha de la mesa, hacia la otra punta donde estaba la mujer, y Fede frente a él. No tenían hambre, ya había sido suficiente con los sánguches de queso de campo que su madre les había hecho en el pueblo anterior a llegar a la casa. No pidieron para comer. Carlitos, en cambio, prefirió salir a dar un vistazo afuera y que sus padres se encargaran de comenzar la típica charla de bienvenida con tía Goly, que al parecer no le había caído muy bien su visita.
Afuera no había nada. Tan sólo unas casas se divisaban hacia el lado por donde ellos habían llegado, pero nada más. El molino comenzó a funcionar por el viento que se había levantado sobre el lugar. Unas hojas de árbol golpearon sobre el vidrio del coche, pero como arte de magia, siguieron su rumbo. Carlitos se asustó, pensando que el viento sería aun más fuerte por lo que no dudó en volver a la casa.
Entró silenciosamente, y en la mesa sólo estaban sentados sus padres discutiendo qué cosas llevarían, cuáles dejarían, qué les hacía falta y a qué pariente visitarían primero.
Desde el lugar donde estaba contemplando tan cálida discusión, escuchó un ruido como de silla que alguien corre y volteó la cabeza hacia una puerta entreabierta que se veía a su derecha. Vio a la tía Goly subida a una silla con un martillo y unos clavos, intentando colgar de una pared un cuadro con el retrato de toda su familia, de cuando habían venido aquel año en que él la recordaba hablándole cosas que no entendía.
Se dirigió hasta el cuarto y en silencio miró desde la puerta. La mujer limpió el cuadro, lo colgó y lloró. Luego, como ya estaba en pijamas, se acostó y durmió intensamente. En ese momento recordó el olor que él sentía aquella vez que ella se le acercaba.
¿Por qué ahora lo ignoraba? ¿Se habría portado tan mal con ella? Pero ese olor ya no lo sentía más. ¿Sería porque ella no se le acercaba?, pensó.
Su padre lo llamó, le mostró el cuarto donde dormiría junto a sus hermanos, los que ya estaban profundamente tendidos en la cama durmiendo. El papá de Carlitos sólo le advirtió que cualquier cosa gritara, o saliera corriendo hacia el cuarto de enfrente en el que estarían durmiendo ellos luego de ponerse de acuerdo en otras cien cuestiones más.
Frente a tales advertencias, Carlitos se recostó, sin haber comido, sin cepillarse los dientes, tan sólo con la idea de seguir las instrucciones de su padre en caso de que algo lo perturbara.
Soñaba profundamente con un pez grandote que pescaba del río junto a su padre, cuando de repente en la madrugada tía Goly estaba sentada junto a él. Le hablaba cosas que él no entendía, pero prefirió no interrumpirla y grabarse bien esas palabras. Aunque por más esfuerzo que hiciera fue imposible callarse y no preguntarle nada cuando vio que la mujer comenzó a llorar.
- ¿Por qué llora todo el tiempo, tía?- le preguntó.
La mujer parecía no hacerle caso, lo miró fijamente , se levantó y se fue.
Al otro día, al despertar sus padres ya estaban listos para abandonar la casa. Su madre había guardado todos los objetos de valor en el auto, y había colocado sábanas blancas sobre cada uno de los muebles. Sus hermanos estaban tomando un té en el auto. Carlitos no entendía por qué la estadía en aquel lugar había durado tan poco.
- Papá, ¿Por qué tenemos que irnos tan rápido?¿Qué le dirán a Tía Goly?
Su padre lo miró extrañado y le contestó:
- ¿Que? No hemos venido a visitar a Tía Goly, ella falleció hace dos años. Sólo hemos parado aquí para llevar algunas cosas a la casa de la abuela. Tú ni siquiera la conocías.
- Pero... entonces.... yo... sí la conoz....- Carlitos quedó atónito, cerró la boca y subió al auto.
Desde ese día Carlitos nunca más visitó la casa de tía Goly.
Muchos años después se enteró de la enfermedad que aquejaba a su tía Goly justo en el momento en que ellos la fueron a visitar, cuando él tenía tan sólo seis años. Otra tía que la cuidaba en esos días de angustia le comentó lo entusiasmada que estaba tía Goly por conocerlo, pero que no había podido cumplir con su deseo porque falleció la noche anterior a que llegaran.
En un libro leyó que Lihuel significa “vida”, “aliento” y Calel en araucano es “cuerpo”.
Carlitos, ya todo un hombre, pensó que tal vez el pueblo se llame Lihuel Calel por sus habitantes, que nunca abandonan el lugar para siempre, pues los que ya no están presentes en un cuerpo con vida, pueden seguir estando en un cuerpo diferente, transparente, transportado por el alma que no los abandona y los recuerdos que los mantienen con el aliento de vida. Y que sólo se dejan ver por algunos, a quienes ellos mismos elijan.