Cuando cumplí los catorce, mi padre me llevó a lo alto de un monte. Desde allí se divisaba una extensa meseta que se extendía hasta el horizonte. Me quedé fijo contemplando aquel espectáculo. Mi padre estrechándome los hombros y señalandome con la mano la vasta extensión, me dijo:
- Hijo mío,todo esto algun día será tuyo...y tendrás que barrerlo
(gracias GURB)
15 julio, 2005
06 julio, 2005
Tío Alberto (cuento)
Era hermano de mi abuela paterna, soltero y pescador de toda la vida. Su rostro curtido por setenta y pico de años mostraba las huellas de los excesos de trabajo y también de los otros. Muy flaco, el pelo negro engominado, los ojos hundidos y los bigotes enormes. Vestía siempre, a toda hora y en cualquier estación, un pijama blanco y gris a rayas similar a un traje de preso.
Lo veía todos los días a las cinco de la tarde –la hora de la merienda- en la cabecera de la mesa del comedor con una servilleta celeste a cuadrillé, sobre ella la taza al tono y una lata de galletas siempre iguales. No llegué a distinguir durante esos años de mi niñez si las galletas eran siempre las mismas que sacaba y devolvía una y otra vez a la lata o si mi abuela había acopiado cientos de bolsas para él.
Me asustaba verlo andar como una silueta de fantasma por la casa. Parecía dejar el cuerpo vagando de un lado a otro mientras su mente seguramente revivía mejores tiempos. Quizá recordaba esas aventuras marineras que solía contar en reuniones familiares, pero lo que es seguro es que no estaba del todo de "este lado". Otra cosa que recuerdo es cuando sacaba su dentadura postiza y la volvía a poner en su lugar en una rápida y repulsiva maniobra. Así el tío Alberto fue mi primer contacto con la vejez y hasta mi primer contacto con la muerte.
Por causa de las enfermedades que se le iban acumulando con el tiempo un día falleció, ahí mismo, en la casa. Tenía yo tenía siete años en ese momento y quedé realmente impresionado. Por mucho tiempo no pude acercarme solo al comedor donde solía verlo y por las noches él estaba en mis pesadillas, mirándome con esos ojos tan lejanos mientras se acercaba haciendo el famoso movimiento de los postizos. Obviamente la vida sigue para todos y en algunos meses el recuerdo del tío era cada vez más difuso, salvo en las noches en que venía a aparecerse en mi mente infantil. Pero para un niño los muertos son capaces de cruzar barreras que los adultos creen infranqueables.
Una tarde de otoño que no podré olvidar nunca, entré corriendo al comedor de la casa de mi abuela y ahí mismo conocí a La Muerte en persona. Estaba sentada en la cabecera de la mesa, pijama a rayas grises y blancas, servilleta celeste, taza al tono...y las galletas de siempre. Ahí estaba La Muerte, o el muerto, que para el caso lo mismo da. Quise correr y no pude, quise gritar y tampoco pude. Solo atiné a caminar para atrás. La Muerte con el pelo engominado y grandes bigotes me miraba, y hasta creo que sonreía sádicamente. Alargó una mano huesuda hacia mí pero pude escapar. Salí de la casa y por suerte encontré a mi abuela que no podía contener mi llanto y la explicación entrecortada de lo que había visto ahí adentro, en su propia casa. Tardé un poco en explicarle pero lo logré. Ella me acariciaba la cabeza con las manos y sonreía. Me dejó terminar, me dio un beso y me contó que la Muerte en realidad se llamaba Fernando. Que era otro hermano suyo a quien yo no había visto nunca. Que estaba un poquito enfermo y que viviría con ella de ahora en más. Que el tío Alberto estaba bien en el cielo y que no había de qué asustarme. Que este nuevo tío Fernando estaba vivito y coleando y que nos íbamos a llevar muy bien. Después de eso pude volver a la casa, entré y me presenté al tío y nos reímos todos por mi confusión.
Así compartí unos años más con Fernando, nos hemos divertido muchas veces y nunca se escuchó otro comentario sobre el asombroso parecido. Sin embargo podría jurar –y esto jamás lo he dicho a nadie- que más de una vez creí ver mientras paseaba como en trance por la casa, en sus ojos profundos, la lejanía del mar.
Y hasta donde sé, el tío Fernando jamás fue pescador.
Lo veía todos los días a las cinco de la tarde –la hora de la merienda- en la cabecera de la mesa del comedor con una servilleta celeste a cuadrillé, sobre ella la taza al tono y una lata de galletas siempre iguales. No llegué a distinguir durante esos años de mi niñez si las galletas eran siempre las mismas que sacaba y devolvía una y otra vez a la lata o si mi abuela había acopiado cientos de bolsas para él.
Me asustaba verlo andar como una silueta de fantasma por la casa. Parecía dejar el cuerpo vagando de un lado a otro mientras su mente seguramente revivía mejores tiempos. Quizá recordaba esas aventuras marineras que solía contar en reuniones familiares, pero lo que es seguro es que no estaba del todo de "este lado". Otra cosa que recuerdo es cuando sacaba su dentadura postiza y la volvía a poner en su lugar en una rápida y repulsiva maniobra. Así el tío Alberto fue mi primer contacto con la vejez y hasta mi primer contacto con la muerte.
Por causa de las enfermedades que se le iban acumulando con el tiempo un día falleció, ahí mismo, en la casa. Tenía yo tenía siete años en ese momento y quedé realmente impresionado. Por mucho tiempo no pude acercarme solo al comedor donde solía verlo y por las noches él estaba en mis pesadillas, mirándome con esos ojos tan lejanos mientras se acercaba haciendo el famoso movimiento de los postizos. Obviamente la vida sigue para todos y en algunos meses el recuerdo del tío era cada vez más difuso, salvo en las noches en que venía a aparecerse en mi mente infantil. Pero para un niño los muertos son capaces de cruzar barreras que los adultos creen infranqueables.
Una tarde de otoño que no podré olvidar nunca, entré corriendo al comedor de la casa de mi abuela y ahí mismo conocí a La Muerte en persona. Estaba sentada en la cabecera de la mesa, pijama a rayas grises y blancas, servilleta celeste, taza al tono...y las galletas de siempre. Ahí estaba La Muerte, o el muerto, que para el caso lo mismo da. Quise correr y no pude, quise gritar y tampoco pude. Solo atiné a caminar para atrás. La Muerte con el pelo engominado y grandes bigotes me miraba, y hasta creo que sonreía sádicamente. Alargó una mano huesuda hacia mí pero pude escapar. Salí de la casa y por suerte encontré a mi abuela que no podía contener mi llanto y la explicación entrecortada de lo que había visto ahí adentro, en su propia casa. Tardé un poco en explicarle pero lo logré. Ella me acariciaba la cabeza con las manos y sonreía. Me dejó terminar, me dio un beso y me contó que la Muerte en realidad se llamaba Fernando. Que era otro hermano suyo a quien yo no había visto nunca. Que estaba un poquito enfermo y que viviría con ella de ahora en más. Que el tío Alberto estaba bien en el cielo y que no había de qué asustarme. Que este nuevo tío Fernando estaba vivito y coleando y que nos íbamos a llevar muy bien. Después de eso pude volver a la casa, entré y me presenté al tío y nos reímos todos por mi confusión.
Así compartí unos años más con Fernando, nos hemos divertido muchas veces y nunca se escuchó otro comentario sobre el asombroso parecido. Sin embargo podría jurar –y esto jamás lo he dicho a nadie- que más de una vez creí ver mientras paseaba como en trance por la casa, en sus ojos profundos, la lejanía del mar.
Y hasta donde sé, el tío Fernando jamás fue pescador.
05 julio, 2005
El gato gris (cuento)
Una tarde de domingo “casi” como cualquier otra. Mi madre está preocupada por su pequeño compañero. El gato gris se ha convertido en su involuntario camarada de las noches de insomnio, y ahora está enfermo. Me pide que lo
revise, está debajo de su cama, echado, mojado y despidiendo un hedor insoportable. Cobardemente le pido disculpas, pero no puedo hacerlo: no soporto la expresión del animal cuando me acerco y llora. Tejemos mil teorías sobre el origen de la enfermedad, pero el gato sigue acorralado, sufriente y - según la apreciación de mi madre - con la cabeza hinchada. Debe ser un caso fulminante si según sus propias palabras “hasta ayer estaba bien, hasta durmió a los pies de la cama”.
Al cabo de un par de horas, cuando mi hermano Javier se levanta, mamá le comenta la noticia y le reitera el pedido que yo por aprensión o no sé que cosa, no pude cumplir. Claro, él es distinto. A los veinte años tiene la fuerza de un potrillo y ese sentido de la justicia que quizá vamos perdiendo de a poco. Toma las riendas del caso, mete al pobre animal en una caja y lo lleva apresuradamente al veterinario, no sin antes hacer los cargos pertinentes en cuanto al abandono del animal, la desidia por no haberlo atendido antes, y algunos otros pecados capitales que de a uno van cayendo sobre la conciencia de mi madre (y de rebote sobre la mía, porque después de haberme negado me he convertido en cómplice de todo eso). Lo veo irse y me siento orgulloso. Ahí va él, dueño absoluto de la situación y a punto de remediar la infamia de ver apagarse una vida sin haber hecho demasiado. Dentro de la casa todo son miradas llenas de vergüenza e intentos de justificarlo todo. Ahí afuera la cosa es distinta.
El veterinario dice que el intento por recuperar la salud del gato puede llevar hasta un mes de sufrimientos del pobre bicho, y que la otra alternativa es sacrificarlo. No quisiera estar en los zapatos de Javier ahora. El debe decidir la acción a seguir y resuelve inmolarlo. Dudo que haya sido una decisión simple, pero seguramente fue la mejor. A su regreso, se da al duro oficio de enterrador de gatos, en un pedazo de parque entre la vereda y la calle . Mentiría si no dijera que me daba hasta una sana envidia verlo terminar su obra pala en mano y con barro hasta las rodillas. Hasta las más terribles cosas hay que empezarlas ...y terminarlas, y él lo estaba haciendo. Una vez consumada la inhumación, cada uno siguió en lo suyo y el tema del gato fue desvaneciéndose al mismo tiempo que mis heroicas ambiciones, probado era que -en una situación que requería valor- no había respondido de la mejor manera. Regreso a mi casa.
El día sigue. La vida sigue. Después de todo no soy rescatista, mi trabajo son las computadoras y no los animales. El día tuvo un protagonista...y ya sabemos quien es. Y el caso del “gato gris” hubiese quedado cerrado sino fuera por un detalle. A la noche recibo un llamado de mi madre que me dice:
- A que no sabes quien está acá ?
- No mamá, no lo sé..
- El gato !
- No, mamá,... el gato está muerto y enterrado. Yo lo ví.
- Nooo, hace un rato apareció detrás de mí pidiéndome comida. Está fantástico!
- Tiene tierra en las uñas ? (pero....qué estoy pensando?)
- Noo, está limpito.
- Mamá, estas sola ? Querés que vuelva ?
Y ahí es cuando me cuenta que el gato que enterró Javier no era el gato de la familia, sino otro. Que dedujimos, se sintió enfermo y entró por la ventana. Que el “real” se fue en ese momento por sentirse invadido o quizá por el olor y por eso nunca hubo simultáneamente dos gatos. Que el finado no tenía la “cabeza hinchada” sino que simplemente era otro gato. Que pagaron por sacrificar a un gato de vaya a saber quien. Que por lo menos tuvo una sepultura digna.
Que en paz descanse.
revise, está debajo de su cama, echado, mojado y despidiendo un hedor insoportable. Cobardemente le pido disculpas, pero no puedo hacerlo: no soporto la expresión del animal cuando me acerco y llora. Tejemos mil teorías sobre el origen de la enfermedad, pero el gato sigue acorralado, sufriente y - según la apreciación de mi madre - con la cabeza hinchada. Debe ser un caso fulminante si según sus propias palabras “hasta ayer estaba bien, hasta durmió a los pies de la cama”.
Al cabo de un par de horas, cuando mi hermano Javier se levanta, mamá le comenta la noticia y le reitera el pedido que yo por aprensión o no sé que cosa, no pude cumplir. Claro, él es distinto. A los veinte años tiene la fuerza de un potrillo y ese sentido de la justicia que quizá vamos perdiendo de a poco. Toma las riendas del caso, mete al pobre animal en una caja y lo lleva apresuradamente al veterinario, no sin antes hacer los cargos pertinentes en cuanto al abandono del animal, la desidia por no haberlo atendido antes, y algunos otros pecados capitales que de a uno van cayendo sobre la conciencia de mi madre (y de rebote sobre la mía, porque después de haberme negado me he convertido en cómplice de todo eso). Lo veo irse y me siento orgulloso. Ahí va él, dueño absoluto de la situación y a punto de remediar la infamia de ver apagarse una vida sin haber hecho demasiado. Dentro de la casa todo son miradas llenas de vergüenza e intentos de justificarlo todo. Ahí afuera la cosa es distinta.
El veterinario dice que el intento por recuperar la salud del gato puede llevar hasta un mes de sufrimientos del pobre bicho, y que la otra alternativa es sacrificarlo. No quisiera estar en los zapatos de Javier ahora. El debe decidir la acción a seguir y resuelve inmolarlo. Dudo que haya sido una decisión simple, pero seguramente fue la mejor. A su regreso, se da al duro oficio de enterrador de gatos, en un pedazo de parque entre la vereda y la calle . Mentiría si no dijera que me daba hasta una sana envidia verlo terminar su obra pala en mano y con barro hasta las rodillas. Hasta las más terribles cosas hay que empezarlas ...y terminarlas, y él lo estaba haciendo. Una vez consumada la inhumación, cada uno siguió en lo suyo y el tema del gato fue desvaneciéndose al mismo tiempo que mis heroicas ambiciones, probado era que -en una situación que requería valor- no había respondido de la mejor manera. Regreso a mi casa.
El día sigue. La vida sigue. Después de todo no soy rescatista, mi trabajo son las computadoras y no los animales. El día tuvo un protagonista...y ya sabemos quien es. Y el caso del “gato gris” hubiese quedado cerrado sino fuera por un detalle. A la noche recibo un llamado de mi madre que me dice:
- A que no sabes quien está acá ?
- No mamá, no lo sé..
- El gato !
- No, mamá,... el gato está muerto y enterrado. Yo lo ví.
- Nooo, hace un rato apareció detrás de mí pidiéndome comida. Está fantástico!
- Tiene tierra en las uñas ? (pero....qué estoy pensando?)
- Noo, está limpito.
- Mamá, estas sola ? Querés que vuelva ?
Y ahí es cuando me cuenta que el gato que enterró Javier no era el gato de la familia, sino otro. Que dedujimos, se sintió enfermo y entró por la ventana. Que el “real” se fue en ese momento por sentirse invadido o quizá por el olor y por eso nunca hubo simultáneamente dos gatos. Que el finado no tenía la “cabeza hinchada” sino que simplemente era otro gato. Que pagaron por sacrificar a un gato de vaya a saber quien. Que por lo menos tuvo una sepultura digna.
Que en paz descanse.
del nombre del blog y otras grouchadas...
de Groucho Marx a Margaret Dumont en "Un día en las carreras"
M. Dumont: - Dime Wolfie, cariño, ¿tendremos una casa maravillosa?
Groucho: - Por supuesto, ¿no estarás pensando en mudarte, verdad?
M. Dumont: - No, pero temo que cuando llevemos un tiempo casados, una hermosa joven aparezca en tu vida y te olvides de mí.
Groucho: - No seas tonta, te escribiré dos veces por semana.
M. Dumont: - Dime Wolfie, cariño, ¿tendremos una casa maravillosa?
Groucho: - Por supuesto, ¿no estarás pensando en mudarte, verdad?
M. Dumont: - No, pero temo que cuando llevemos un tiempo casados, una hermosa joven aparezca en tu vida y te olvides de mí.
Groucho: - No seas tonta, te escribiré dos veces por semana.
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